Finalizada la Solemnidad de Pentecostés volvemos al llamado Tiempo Ordinario que es el espacio más largo dentro del Año Litúrgico. Su nombre no significa que sea «ordinario» en el sentido de tener poca importancia, o ser insignificante. Con ese nombre solo se le quiere distinguir de los “tiempos fuertes”, que son el ciclo de Pascua y el de Navidad, con su preparación y prolongación respectiva.
Eate es el tiempo más antiguo dentro de la organización del año litúrgico y ocupa entre 33 ó 34 semanas, de las 52 que existen. Su numeración se compone de una sola serie, de manera que al producirse la interrupción de tres meses con la Cuaresma y la Pascua, la serie continúa como quedo antes de iniciar la Cuaresma; por eso esta semana nos encontramos en la VIII semana del Tiempo Ordinario.
El contenido de esta etapa se desarrolla con más naturalidad que los tiempos fuertes, en los que predomina una temática muy concreta. El tiempo ordinario no celebra un misterio particular de la historia de la salvación, sino que se celebra al mismo misterio de Cristo en su plenitud. La lectura continuada, por ejemplo de un Evangelio específico para un ciclo determinado, nos permite al pueblo de Dios ir profundizando en un orden cronológico, si se quiere llamar así, la historia de la salvación en este tiempo.
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