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Fieles Difuntos

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Ya en el siglo II se encuentran testimonios de que los cristianos rezaban y celebraban la Eucaristía por sus difuntos. Al principio, en el tercer día después de la sepultura, luego en el aniversario. Más tarde, el séptimo día y el trigésimo. En el año 998, el abad Odilón de Cluny (994-1048) hizo obligatoria la conmemoración de los difuntos, el 2 de noviembre, en todos los monasterios a él sometidos. En 1915, Benedicto XV concedió a todos los sacerdotes el derecho a celebrar tres Misas en este día, con la condición de que: una de las tres se aplique libremente, con la posibilidad de recibir una oferta; la segunda Misa, sin ninguna oferta, se dedique a todos los fieles difuntos; y la tercera se celebre según la intención del Sumo Pontífice. La liturgia propone varias Misas para este día, todas ellas orientadas a resaltar el misterio pascual, la victoria de Jesús sobre el pecado y la muerte.

Morir no es desaparecer, sino existir de una manera nueva. Sabemos que los que nos han precedido en el camino de la vida han llegado a la meta, están un paso más allá, mientras que nosotros todavía estamos peregrinando. La muerte, pues, no es el fin de todo, sino el comienzo de una nueva vida para la que nos preparamos desde hace tiempo. La conmemoración de los difuntos, entonces, no consiste tan solo en recordar a los que ya no están; también nos indica que la muerte es un puente que nos espera al final de la vida y que nos conducirá a la otra orilla a la que todos estamos destinados: es una ayuda para no dejar que tantas cosas nos agobien, olvidando que todo pasa, pero que Dios permanece.

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