Lo tenemos tan interiorizado que tendemos a creer que los años siempre han empezado el 1 de enero. Pero no. Durante siglos, en Europa se produjo la curiosa excepción de que muchos estados se llevaron la Nochevieja a otras fechas.
En la Castilla del siglo XIII, por ejemplo, tenía lugar el 25 de marzo. El año empezaba ese día y no terminaba hasta el 24 de marzo siguiente, quedando enero como un mes más.
Más de uno se sorprenderá, pues es sabido que fueron los antiguos romanos los que, al crear el calendario juliano en 46 a. C., distribuyeron los 365 días en 12 meses con ianuarii como el primero de ellos.
Ese orden se mantuvo durante todo el Imperio romano, hasta que en época medieval se rompió. ¿Por qué? En un principio, fue por querer colocar la Nochevieja en una fecha de significación religiosa. Uno de los primeros en proponerlo fue Dionisio el Exiguo (c. 470-c. 544), un erudito bizantino célebre por haber partido en dos la historia de la humanidad al inventar el indicador Anno Domini (“año del Señor”, nuestro “después de Cristo”).
Sin embargo, lo que aquí nos interesa es la propuesta que hizo a la curia romana para que el 25 de marzo –el día de la Anunciación– diera comienzo al año. Para él, se trataba de una manera de convertir la Nochevieja en un ritual que evocara la Encarnación de Cristo, un momento cumbre en que Dios Hijo se hizo humano y trajo la gracia divina a los hombres.
Aquello gustó, y al poco tiempo ya estaban otros cambiándola de fecha. Aunque no siempre escogieron el día propuesto por Dionisio. Una alternativa era la Pascua, por la que optaron los franceses, o Navidad, usado por algunos reinos de la península ibérica. Desde el siglo XIV, así se hacía en los reinos de Castilla y Aragón. En la Navarra del siglo XIII, en cambio, el año empezaba el Domingo de Resurrección.
Como es lógico, que en Europa convivieran cronologías distintas trajo no pocos problemas. También dentro de los propios países, pues algunos dejaron de tener claro en qué año vivían. Para no llevar a equívoco, los ingleses se vieron obligados a distinguir el “año civil”, que era el oficial, del que empezaba en enero.
Si alguien deseaba hacer constar una fecha de defunción, de bautismo o de lo que fuera, tenía que indicar qué sistema usaba con una abreviatura. En documentos firmados entre el 1 de enero y el 25 de marzo, tampoco es extraño encontrarse con que el escribano había acabado por hacer constar los años en los dos sistemas.
Un lío, en fin, que en el continente no se corrigió hasta el siglo XVI (Inglaterra aún tardaría algo más). Fue cuando el papa Gregorio XIII (1502-1585) ordenó reformar el calendario juliano.
Aquella bula Inter Gravissimas (1582) resultó ser suficiente, y los países que aún no lo habían hecho acabaron por imitar a España, Portugal y algunos de los estados italianos, que un poco antes de que la reforma gregoriana entrara en vigor ya habían retornado al 31 de diciembre como día de Nochevieja. Los reinos protestantes tardaron más. Gran Bretaña y su imperio no lo adoptaron hasta 1752.
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