Excmo. Sr. Delegado Regio
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Celebramos la fiesta de la traslación de los restos mortales del Apóstol Santiago en el tiempo litúrgico de la Navidad, recordando que el Hijo de Dios hecho hombre comparte con su nacimiento nuestra debilidad, funda nuestra esperanza, nos ayuda a liberarnos de nuestra soledad y nos invita a participar en su vida divina al asumir nuestra condición humana. Dios se inserta en nuestra historia, la padece y la transforma. “La compañía de Dios con los mortales es la respuesta del cristianismo a las preguntas primordiales de siempre y ocasionales de hoy. Respuesta exigente en la medida en que nos invita a ser humanos en la forma y figura en que lo fue Jesús; y respuesta consoladora porque no estamos solos en el mundo”[1]. El nacimiento del Hijo de Dios hecho Hombre es un acontecimiento que ha cambiado el curso de la historia humana, iluminando nuestro destino, abriéndonos a un futuro absoluto, y significando la condición de la persona cuya dignidad debe ser defendida en todo momento y circunstancia.
La traslación de los restos del Apóstol es una realidad que vivimos en la admiración, en el asombro y en la alabanza acogiendo los planes de la providencia de Dios en la existencia. La sospecha nos conduce al escepticismo y a la perplejidad, actitudes que nos avocan a la desesperanza. Sobre la base de un plan de salvación integral del hombre pensado por Dios, los cristianos en su peregrinar hacia la ciudad celestial buscaron desde el primer momento guías seguros que, habiendo entregado su vida por Dios en el martirio, les garantizasen llegar a la meta. En este contexto recordamos las palabras de san Juan Pablo II: “El mártir, en efecto, es el testigo más auténtico de la verdad sobre la existencia… Por eso el testimonio de los mártires atrae, es aceptado, escuchado y seguido hasta en nuestros días. Ésta es la razón por la cual nos fiamos de su palabra: se percibe en ellos la evidencia de un amor que no tiene necesidad de largas argumentaciones para convencer, puesto que habla a cada uno de lo que él ya percibe en su interior como verdadero y buscado desde tanto tiempo”[2].
“Los apóstoles daban testimonio de la resurrección del Señor Jesús con mucho valor”. También hoy los cristianos encuentran dificultades a la hora de manifestar su fe, a menudo protestada y rechazada. Son formas sutiles con las que se ven sometidos a prueba. Pero saben que “la razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la unión con Dios. Desde su mismo nacimiento, el hombre es invitado al diálogo con Dios. Existe pura y simplemente por el amor de Dios, que lo creó, y por el amor de Dios, que lo conserva. Y solo se puede decir que vive en la plenitud de la verdad cuando reconoce libremente ese amor y se confía por entero a su Creador”[3]. Nos damos cuenta de que cuando olvidamos o marginamos a Dios se obscurece el horizonte ético y moral, dejando espacio a una concepción ambigua de nuestra libertad.
“Los cristianos no polemizaremos con quienes ocultan o degradan los signos de nuestra identidad cristiana” (O. Gonzalez de Cardedal). El camino que debemos recorrer es el del beber el cáliz del Señor, dando testimonio valiente y decidido de la vocación cristiana y anunciando a Cristo en aquellos ambientes donde se le margina, no porque nos consideremos mejores que los demás sino porque hemos de dejar que la fuerza de Dios actúe en nuestra vida. “Llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.
Hemos de abrirnos al misterio de Dios en nuestra vida y dejarnos sorprender por él. Tal vez con nuestra lógica hubiéramos pensado que tendría que ser Pedro a quien encomendó apacentar la Iglesia, el primero entre los apóstoles en derramar su sangre por Cristo y no Santiago. Los caminos de Dios no son los nuestros. Nos cuesta entender lo que Dios quiere de nosotros. La Iglesia busca ayudarnos a entrar dentro de nosotros mismos, y a encontrarnos de verdad con los demás, con el mundo y con Dios, manteniendo nuestra fidelidad. Santiago Apóstol nos anima a evangelizar y a ofrecer nuestra experiencia cristiana presentando el amor de Dios en este proceso de neopaganismo que estamos viviendo en el que muchas personas buscan confusamente el sentido de la vida en una religiosidad informe. Nos damos cuenta de que “la ignorancia o el desprecio van sustituyendo las palabras, ideas y signos con los que la cultura cristiana se ha comprendido a sí misma, ha comprendido al hombre y a Dios”. Hay que mostrar con convencimiento que Jesús es el Señor que vino a servir y no a ser servido y a dar su vida en rescate por muchos. “En toda ocasión y por todas partes, llevamos en el cuerpo la muerte de Jesús para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”. Esta vida es la eterna en la que el mismo cuerpo mortal alcanzará ya la victoria.
Con confianza poño sobre o Altar, co Patrocinio do Apóstolo, a vosa ofrenda, Excmo. Sr. Delegado Rexio, tendo en conta as intencións das Súas Maxestades e da Familia Real, dos nosos gobernantes estatais, autonómicos e locais, das persoas e familias necesitadas espiritual y materialmente, e de todos os que formamos os distintos pobos de España, desta España cuxo punto de chegada ha de converterse nun punto departida buscando horizontes de benestar nunha convivencia esperanzadora allea a calquera clase de violencia sempre ineficaz. Pido de xeito especial polos queridos fillos desta terra galega. Encomendo ao amigo do Señor esta querida Arquidiocese Compostelá para que asuma o compromiso de transmitir de xeito especial o legado da nosa fe. Pido polos froitos de Xornada Mundial da Xuventude, polos cristiáns perseguidos, polo fortalecemento da nosa vida cristiá, pola santificación e protección da familia a fin de que realice a súa misión de coidar e educar os seus fillos en tranquilidade de espírito, e tamén pido a axuda necesaria para Vosa Excelencia, Sr. Oferente, para a súa familia e os seus colaboradores. Deus nos axuda e o Apóstolo Santiago. Amén.
[1] O. GONZALEZ DE CARDEDAL, Soledad y compañía, ABC 28 Dic. 2017, 3.
[2] JUAN PABLO II, Fides et ratio, 32.
[3] Gaudium et spes, 19.
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