La Iglesia celebra mañana la Inmaculada Concepción. Desde el punto de vista cronológico es el tercer gran dogma definido por el magisterio pontificio sobre la Madre de Dios. Lo definió el papa Pío IX en 1854 y venía a reafirmar lo que era ya patrimonio de la fe desde antiguo: que la bienaventurada Virgen María fue preservada de toda mancha de pecado ya desde su misma concepción. Un privilegio especialísimo concedido por la gracia de Dios en atención a los méritos de Jesucristo. Como recordó el papa san Juan Pablo II, el dogma se formuló teniendo muy en cuenta la “praxis de la Iglesia, las expresiones de lo que se vivía en la Iglesia, de la fe y del culto del pueblo cristiano”[1].
La Purísima, representa el comienzo de la Iglesia, esposa de Cristo sin mancha ni arruga. Es la abogada de gracia y ejemplo de santidad para el pueblo de Dios, y la primera realización plena del plan de Dios. Hoy se nos llama a desplegar las arrugas de nuestro corazón para que podamos ser santos e irreprochables ante Dios. Como escribe el papa Francisco, la santidad es el rostro más bello de la Iglesia.
Honremos pues a nuestra Madre. Como lo hicieron ayer cientos de jóvenes de toda la diócesis con los que tuve la alegría de compartir una Vigilia de oración y de convivencia en torno precisamente a nuestra Madre, María Inmaculada. Que ella nos guie en este período de Adviento hasta su Hijo, cuyo nacimiento aguardamos ya con expectación y esperanza desbordantes.
[1] JUAN PABLO II. Audiencia General del miércoles 12 Junio 1996.
Comments